Kameron Hurley es la escritora que queríais antes de conocerla.
Escritora de ciencia ficción, gran fan de las películas de acción de los 80, feminista, y publicista, supongo que entre otras cosas, tiene actualmente (entre otras cosas también) una trilogía publicada (Bel Dame Apocrypha), y acaba de sacar el segundo libro de su segunda trilogía (Worldbreaker Saga). Además, tiene publicado un libro de ensayos, “The Geek Feminist Revolution”.
De este último libro quiero hablaros.
The Geek Feminist Revolution es un libro de no-ficción, que recopila ensayos de la autora, muchos de los cuales se pueden leer en su web (http://www.kameronhurley.com/), y unos pocos exclusivos para el libro. El libro está dividido en “temas”, en los que nos habla de ser escritor, de ser escritor y mujer, un poco de su vida – cómo puedes entender las historias que cuenta alguien si no sabes de dónde viene -, y de las llamas.
Por cómo hace hincapié en ciertos temas, yo diría que The Geek Feminist Revolution es un libro sobre las historias, sobre el poder que tienen esas historias, cómo han modelado el mundo tal y como lo vemos hoy, y cómo las mujeres tenemos que cambiar esas historias si queremos cambiar el mundo. |
La verdad es que por mi traduciría todos los ensayos, porque todos me hablan a un nivel que ningún libro había hecho nunca. Todos son tan certeros en aquello de lo que hablan, que una vez leídos no puedes seguir viendo el mundo del mismo modo. Este libro te cambia.
Todos necesitamos leer este libro. Especialmente las mujeres. Especialmente las mujeres escritoras. Especialmente las mujeres que nos hemos rendido.
Me decidí por este ensayo en particular por motivos muy personales que los que me conocen entenderán. Podéis leer el texto original en el libro The Geek Feminist Revolution, y en este enlace. Espero haber hecho un trabajo decente en la traducción, y por supuesto espero que disfrutéis de su lectura.
Hablar en público estando gorda (por Kameron Hurley)
Mi cuerpo siempre ha sido un campo de batalla.
Cuando era pequeña era algo personal, auto-inflingido, alentado por las burlas de mis compañeros de colegio – como “¡búfalo de agua!” o “¡cerda!” -, alimentado por las matriarcas de mi familia, obsesionadas con el ancho de sus culos (y a menudo también el mío y el de mis hermanas) a pesar de tener titulaciones superiores, trabajos de baja cualificación que se iban convirtiendo en altos cargos, o un número creciente de premios y consideraciones.
Estar a punto de morir me ayudó a poner mi cuerpo en perspectiva. De 3 a 4 horas diarias de ejercicio solo para mantener una figura todavía regordeta empezó a parecer demasiado. Seguir odiando mi cuerpo, cuando había estado tan cerca de morir, ahora que tenía una enfermedad crónica, parecía el peor tipo de ironía. Así que dejé de odiar mi cuerpo. Fue extrañamente liberador.
Pero abandonar esa angustia auto-inflingida no borra mágicamente las presiones de una sociedad que te constriñe por todos lados.
Admito que mirar fotos mías estos últimos años me hace sentir algo incómoda. Desde que publicaron mi primera novela y comencé a trabajar en un puesto que no me obligaba a coger la bicicleta todos los días, he engordado – como le sucede a muchos escritores – unos 31 kilos. Es fácil olvidarse de ese detalle cuando trabajas en casa y no sales demasiado. Es muy normal que haya ganado tanto peso, dado que mi metabolismo es súper eficiente; desciendo de una familia con muchos casos de sobrepeso, y desórdenes inmunológicos, que podrían sobrevivir bastante bien una hambruna. La gente me suele preguntar cómo puedo mantener un trabajo durante el horario laboral, hacer encargos como freelance, y escribir un libro al año. La respuesta es simple: Me levanto de la cama y escribo. Estoy sentada en la cama, justo antes de irme a dormir, y sigo escribiendo. Mi vida se ha convertido en una batalla constante contra los plazos de entrega, intentando mantener la inercia entre libro editado y libro editado.
He intentado añadir el ejercicio a mi rutina diaria – Estoy escribiendo este mismo artículo desde el el escritorio de mi cinta de andar – pero las dos horas al día que solía hacer es algo que, sinceramente, no soy capaz de hacer si quiero escribir las 1500 a 3000 palabras que mi trabajo requiere, y los posts en internet que escribo cada día. Espero poder encontrar ese equilibrio en un futuro, pero en los últimos años ha sido demasiado duro.
Lo gracioso de todo esto, y que la gente no comprende cuando me ve en convenciones, es que de hecho siempre he sido considerada gorda. La gente me lleva diciendo que estoy gorda desde que tenía 5 años. Usaba la talla 42 en el instituto, y la gente me decía que estaba gorda. Hacía ejercicio 2 horas al día cuando publicaron God’s War, evitaba comer CUALQUIER TIPO de hidrato, y pesaba 99 kilos. Y por supuesto, estaba gorda. Y la cosa es que cuando estás gorda con 99 kilos, estás gorda con 131 kilos. No hay mucha diferencia en cómo te va a ver la sociedad. Puede que intenten ligar contigo un poco más con 99 kilos que con 131, pero ahí se acaban las diferencias.
He intentado hacer cosas bastante estúpidas para intentar volver a pesar esos 99 kilos, incluyendo contar calorías, lo que acabó de forma desastrosa. Perdí 11 kilos, sí, pero en el momento en que dejé de hacerlo los volví a ganar, junto con otros 13 más, lo que me puso al borde de no caber en un asiento de avión; todo el tiempo que paso en la cinta de andar y en la bicicleta estática es para mantenerme por debajo del peso en el que ya no se me permite coger un avión. No se me volvería a ocurrir contar calorías nunca más, pero seguía sintiendo la presión social que me obligaba a bajar de peso. Y era un error.
Cuando la gente me consulta sobre miedos a la hora de hablar en público estando gorda, sobre interrupciones, insultos, o sobre acoso online, creo necesario recordarle a la gente que recibía la misma cantidad de insultos por estar “gorda” con 99 kilos que por estar “gorda” ahora, con 131. Siendo mujer, siempre vas a estar gorda. Siempre van a intentar usar tu peso para insultarte, como si ocupar más espacio en el mundo, siendo mujer, fuera la peor cosa que pudieras hacer.
Lo que, por supuesto, encuentro desternillante.
Y sin embargo, lo entiendo. Lo entiendo de verdad.
Al aumentar el ancho de banda de Internet, hemos entrado en la era de los vídeos, de los vloggers, de los youtubers , de las sesiones de Skype. Se me ha presionado cada vez más, como escritora, para que además de hacer apariciones en público comparta mi imagen pública de formas que a menudo escapan a mi control.
Me piden cada vez más a menudo que haga proyectos de vídeo, no solo para eventos de ficción – discursos de agradecimiento, vídeo blogs, google hangouts, y similares – sino incluso para entrevistas de trabajo. Sí, de verdad. Me he dado cuenta, cada vez más incómoda ante la idea, de que ser mujer y gorda son dos serias desventajas en cualquier medio de vídeo, independientemente de lo que yo piense de mi cuerpo. Voy a tener que ser 20 veces más brillante, si tengo papada, que mis homólogos masculinos. Porque por mucho que no me odie, o sea feliz de cambiar las horas que me habría costado bajar de peso por alcanzar logros reales y tangibles, del mismo modo que haría un varón, no son esos logros por los que un observador casual me va a juzgar. Se me va a juzgar por el hecho de que tenga o no “la disciplina” para ocupar menos espacio en el mundo.
De forma inmediata. En un primer vistazo. Juicio instantáneo.
Hay un motivo por el que evito que haya fotos mías en mis libros. He sido muy consciente, desde que nací, de que como mujer, si tu apariencia no hace nada por apoyar tu causa, mejor no hacer ostentación de ella.
Cuando estaba en el instituto, hubo un periodo de tiempo en el que jugueteé con la idea de dejar de escribir para dedicarme por completo a la actuación, porque era bastante buena como actriz. Todavía echo mano de mi aprendizaje como actriz para eventos “extrovertidos”. Pero aprendí muy rápidamente que si estás más gorda, o eres más alta, que el protagonista masculino, tus posibilidades de ser elegida como coprotagonista son increíblemente pequeñas, sin importar cuánto talento tengas. Solo una enfermedad gravísima y estar a punto de morir me hicieron bajar a un peso “normal”, cuando vivía en Chicago. Para pesar 5 kilos más que aquello, mientras vivía en Alaska, pasaba 3 horas al día en el gimnasio y vivía de huevos, arroz, revuelto de verduras y queso. Para una estudiante de universidad a la que las clases le resultaban bastante fáciles, invertir tanto tiempo y concentración en mi figura era duro, sí, pero no imposible. Podía tener un cuerpo más o menos “normal” mientras dedicara mi vida entera, desde que me levantaba hasta que me acostaba, a actuar de una forma totalmente anormal.
Obsesionarme con mi figura me quitó tiempo de trabajo real. De hablar. De escribir. De hacer activismo.
De hecho, sospecho que ese es el objetivo de esta obsesión impuesta por la sociedad: Gastar mucho tiempo en mantener la figura significa menos tiempo para dedicarte a ser un miembro real, políticamente importante, en dicha sociedad.
Una vez, en una convención de ciencia ficción, hablé con una escritora/crítica feminista que me dijo que llevaba leyendo mi blog desde los días en que se llamaba “Brutal Women” (Mujeres brutales), y que me había encontrado a través de un post que hice como invitada en “Big Fat Blog” (Blog grande y gordo), en el que participé algunas veces en los comienzos de mi vida “online”. Siempre he considerado el miedo y el odio hacia el hecho de “ocupar espacio” como un tema importante a tratar por el feminismo, ya que se usa muy a menudo para atacar a las mujeres, sin importar su talla de ropa.
Haber ganado y perdido los mismos 36 kilos tres veces en los últimos 15 años, puedo decir que conozco ese ciclo de miedo y culpa. La única vez que fui alagada por mi peso fue cuando me estaba muriendo. Nunca olvidaré la conversación telefónica que tuvo mi madre con mi padre, conmigo recién salida de la UCI, contándole lo fantástica que estaba y lo delgada que me había puesto, y, no sé… algo se rompió dentro de mí al oír ese comentario. Cuando me puse mis vaqueros de la talla 40 y los noté anchos, algo que no había sentido desde quinto grado, me inundaron los sentimientos – lo falso que era todo aquello, cómo nuestro éxito era medido por el ancho de nuestros culos, cómo mi valor como persona aumentó sólo cuando estaba medio muerta.
Desde aquel momento, llorando dentro de mis pantalones anchos, me juré que nunca, nunca jamás, me volvería a castigar u odiar por estar gorda. Nunca jamás.
Y no lo he vuelto a hacer.
Pero eso no significa que no piense en ello, o que no sienta ansiedad en eventos públicos, o que no haga alguna mueca de dolor al ver una foto mía, o me sienta incómoda al verme – después de todo, no estamos acostumbrados a ver a gente gorda representada de forma positiva en los medios, y mi cerebro quiere rebelarse. Pero ese miedo y ese odio, esa culpa interiorizada, ese odio hacia mi cuerpo por estar gorda que sentí siendo joven – He aprendido a rechazarlos, identificándolos como código defectuoso en mi programación.
Hacerlo – mandar a tomar por culo mi programación – es liberador. Significa que puedo participar en eventos usando un tono de voz alto y mordaz. Significa que puedo ser moderadora en debates sin sentir miedo. Porque sé cómo funciona el “fat-shaming”. Sé que si alguien intenta atacarme usando el insulto “gorda”, lo hará independientemente de lo que pese.
Puedo cambiar todo lo que quiera, intentar moldear mi cuerpo de todos los modos imaginables, pero esa gente, esta sociedad, no va a cambiar. Siempre, siempre intentarán atacarte con el primer insulto que se les ocurra, como “coñazo” o “gorda” o “inserte insulto relacionado con ser mujer aquí”. E igual que el hecho de que tenga coño no tiene pinta de ir a cambiar, el hecho de que ocupo mucho espacio en el mundo tampoco va a hacerlo, a no ser que vuelva a estar al borde de la muerte. Y lo siento amigos míos, pero no tengo ninguna intención de volver a estar medio muerta solo para que la gente pueda decirme lo “bonita” que estoy. Que os jodan.
Así que a la gente que tiene miedo de hacerse oír, especialmente a aquellas que crecieron con “programación defectuosa”, os digo esto: Como en todo lo demás, sí, vais a tener que ser más listas, y trabajar más duro. Pero no dejéis que esta mierda de sociedad os limite. Lo único que pretenden es evitar que habléis. Que os calléis y os quedéis en casa, y ocupéis menos espacio en espacios que los hombres consideran “suyos”.
Cuando lo miras de este modo, cuando lo ves como lo que realmente es, se vuelve un poco más fácil levantar la cabeza y hacerse oír, porque una se da cuenta de que de algún modo, hablar cuando el mundo quiere que te calles, ya de por sí es un acto de resistencia.
A muchas personas que se identifican con el género femenino les preocupan los insultos, la gente señalándolas y gritando “¡Pero qué gorda! ¡No eres una mujer de verdad! ¡Eres estúpida! ¡Hablas demasiado!” y entiendo que el dolor, el miedo, la tristeza que esto provoca puede ser demasiado para algunas. Pero mantenerse firme en esos espacios, y ser escuchada, es de vital importancia para cambiar ese discurso, para desafiar las narrativas sobre nuestro mundo, y lo que decimos, y lo que pensamos, que de hecho ha sido moldeado por otras personas.
Plantaos firmes en este mundo, retroceded cuando sea demasiado para vosotras, pero tened en cuenta que cuando os hacéis escuchar, cuando hacéis que no puedan ignoraros, estáis colaborando para cambiar esa narrativa, y mediante ello, para cambiar el mundo. Os prometo que estaré ahí avanzando a vuestro lado.