Declaración de independencia

Cuando era más joven estaba bastante sobreprotegida, así que cualquier cosa que se saliera de la rutina que controlaban mis padres me hacía sentir muy adulta y muy independiente.

Sobre todo los viajes que hacía sola: ser capaz de comprar los billetes, estar a la hora en la parada de autobús, hacer el viaje y al llegar al destino moverme por la ciudad, todo de forma independiente y sin necesitar a nadie llevándome de la mano, me hacía sentir como si pudiera con cualquier cosa que me pusieran delante. Y aunque esa época ya ha quedado atrás, aún recuerdo los viajes de noche intentando dormir acurrucada en dos asientos al final del autobús, los personajes tan pintorescos que me solían tocar en el asiento de al lado, o las horas en la cafetería de la estación de autobús esperando que comenzara el transporte público.

Tomarse una coca cola y un bocadillo en La Gineta a las 3 de la marugada era una declaración de independencia. Llegar sola al hotel y entrar en mi habitación en una ciudad que no conocía – y sin smartphones con gps – era una prueba de valor.

Lejos quedan los días en los que una niña pequeña se sentía muy grande cuando lograba hacer cosas de adulta ella sola. Aún hay veces en las que me siento diminuta, claro, porque el mundo es enorme y en esta época una personita puede llegar a hacer cosas tan grandes que dan vértigo. Pero la novedad quedó atrás. Los ojos de niña se acostumbran a las cosas, las pequeñas y las grandes, y todo pasa a formar parte de la normalidad.

Y creces y te conviertes en una persona adulta, y ser independiente ya no es un logro sino una carga, y tus declaraciones de principios empiezan a tener más que ver con ser capaz de sentarse media hora seguida en el sofá que con viajar a sitios nuevos.

Paso cada día delante de una cafetería adosada a una parada de autobuses. Me gusta cómo al pasar por delante se huele el hojaldre horneado, y me gusta ver cada día a gente diferente sentada en las mesas. Me recuerda a los tiempos en los que yo era una de ellas.

Y es bonito pensar que en algo tan simple como una estación, o un aeropuerto, comienzan y terminan tantas historias. Se empiezan aventuras y se acaban sueños. Las familias se reunen tras largas ausencias, o se despiden para siempre. Son personas moviéndose, haciendo que pasen cosas, sintiéndose mayores, a cargo de sus destinos, haciendo una declaración de independencia.

 

Algún día quizá vuelva a sentirme mayor y haga yo lo mismo.

 

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